La Obra de Julio Valdez

Por Federica Palomero
Curador Principal, Museo Alejandro Otero, Caracas Venezuela

 

Un acercamiento a la obra de Julio Valdez podría ser el de buscar establecer sus relaciones con los grandes relatos de lo latinoamericano en el siglo XX: una lectura en clave que revelará tal vez acuerdos y disonancias, paralelismos y divergencias. El ejercicio se hace posible al encontrarse el discurso plástico de Valdez inmerso, por una parte, en lo caribeño-latinoamericano (como voluntad de arraigo o coordenada espacial), y, por otra, en las redefiniciones estéticas contemporáneas (coordenada temporal).

 

La necesidad de nombrar las cosas, de estar constantemente en situación de inventario, de ir juntando elementos para construir sentido, o al menos una aproximación al sentido, se hace eco de la larga tradición que busca cohesionar en un discurso propio una esencia de lo latinoamericano. Pero esa búsqueda en Valdez no tiene ya esa aura fundacional que tuvo, por ejemplo, en el Puertorriqueño Oller cuando, en torno al precedente cambio de siglo, fijaba en la atemporalidad de las definiciones inmutables la naturaleza de la isla. Valdez es más humilde: agarra como retazos de realidad, sin más pretensión que la de establecer, fugazmente, algunas conexiones que podrían ir esbozando una identidad.

 

Dentro de la tarea de nombrar está, en primer lugar y como el gran escenario, la naturaleza. El gran relato, desde los cronistas de Indias hasta nuestros modernos, es el de la naturaleza virgen, salvaje, de la tierra ignota, de la desmesura. Pero Valdez parece decir ¿y si esta desmesura fuera nuestra mesura?, pues todo en su pintura, el mar que todo lo redefine, la tierra como lo finito del horizonte que acaba en el mar, las flores y las briznas, la fauna verdadera o mítica; todo se torna más íntimo, más cercano en la distancia afectiva del exiliado. Ya no hay afán exaltado de abarcar la totalidad grandiosa, sino deseo de apropiarse, para la memoria, de lo tan sólo alcanzable.
 

La expresión formal de Julio Valdez no responde a un estilo definido (¿existen todavía estilos definidos?), cuando sí a su capacidad de crear un vocabulario propio dentro de la inmensa gama de referencias, y de la libertad para usarlas, que caracterizan a nuestros tiempos. Sin embargo, su arte responde, aunque de manera difusa y nada convencional, a otro de nuestros grandes discursos: el barroco como el lenguaje más genuino de nuestra latinoamericanidad, de acuerdo a sus más brillantes exponentes, Carpentier y Lezama Lima. Y si, en efecto, nuestra manera de vernos y expresarnos es profundamente barroca - sincrética, espiritual, libérrima, mestiza - Valdez es ejemplo de ello.
 

Unido al discurso sobre la naturaleza barroca de la cultura latinoamericana, se encuentra lo mítico-religioso. Y lo mítico-religioso atraviesa como una veta de sentido toda la obra de Valdez, pues en ella fusionan el hombre y la naturaleza, la tierra y las creencias; signos ancestrales se incorporan al lenguaje contemporáneo, a través de una apropiación de éste para metamorfosearlo en la magia del Caribe.
 

A partir de, entre otros síntomas, un trabajo de la riqueza plástica y complejidad conceptual del de Julio Valdez, es como se puede hoy dia elaborar una nueva teoría de aproximación a lo latinoamericano: la de la hibridez, que ofrece amasar lo popular y lo culto, lo vernacular y lo otro, lo tradicional y lo contemporáneo. En este relato no esta lejos el recuerdo de la raza cósmica soñada por Vasconcelos, y a ella pertenecerá Julio Valdez. Sin embargo, será en un tono diferente a ese programa constructivo y pionero del voluntarismo moderno. Pues el de Valdez es un acento menor, tal vez algo descreído, pero profundamente sincero.

 

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